La tartamudez o disfemia es un trastorno del habla (no un trastorno
del lenguaje) que se caracteriza por interrupciones involuntarias del
habla que se acompañan de tensión muscular en cara y cuello, miedo y
estrés.
Ellas son la expresión visible
de la interacción de determinados factores orgánicos, psicológicos y
sociales que determinan y orientan en el individuo la conformación de un
ser, un hacer y un sentir con características propias.
Comienza,
de modo característico, entre el segundo y cuarto año de vida, aunque
se suele confundir con las dificultades propias de la edad a la hora de
hablar. Al final, solo uno de cada 20 niños acaba tartamudeando y muchos
de ellos superan el trastorno en la adolescencia.
El
Día Mundial del Conocimiento de la Tartamudez fue decretado el 22 de
octubre de 1998 por la Asociación Internacional de Tartamudos (ISAD). La
tartamudez es conocida desde la antigüedad clásica, y entonces el
filósofo Aristóteles señalaba a la lengua como responsable de la misma,
incapaz de seguir la velocidad con que fluían las ideas.
Esta
idea fue sostenida hasta el siglo XIX, en que los cirujanos intentaban
corregir la lengua con medios braquiales (dividiendo su raíz, cortándole
cuñas, añadiendo prótesis...). Otros, en cambio, recomendaban el
ensanchamiento de las vías respiratorias y la extirpación de las
vegetaciones adenoides y de las amígdalas.
El creador
del psicoanálisis, Sigmund Freud y sus seguidores, corrigiendo la visión
anterior, asociaron la tartamudez a crisis nerviosas y a problemas
psíquicos, considerando que reflejaba la puja de los deseos reprimidos
por salir al exterior.
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